miércoles, 8 de abril de 2009

2: nacimiento del héroe

Hasta que esa tarde en la ladera Martim empezó a justificarse. Había llegado el duro momento de la explicación.
Allí, antes de proseguir, tenía que ser inocente o culpable. Allí él tenía que saber si su madre, que nunca lo comprendería si estuviese viva, lo amaría sin comprenderlo. Allí tenía que saber si el fantasma de su padre le daría la mano sin horror. Allí él se juzgaría, y esta vez con el lenguaje de los otros. Ahora tendría que llamar crimen a lo que había hecho. El hombre se estremeció con miedo de tocarse en el sitio equivocado, él, que todavía estaba tan herido.
Pero porque sabía profundamente que usaría hasta la farsa con tal de salir entero de su propio juicio -ya que si no se absolvía, se quedaría perplejo con un crimen en las manos-, porque sabía que sólo se permitiría salir entero del peligroso enfrentamiento, tuvo valor de encararse consigo mismo y, si era necesario, horrorizarse.
Aún más: como sólo se permitiría vencer, puesto que en el punto donde estaba se necesitaba ferozmente, ya de antemano se dijo lo siguiente: después del juicio necesario tendría enfrente su gran tarea. Porque allí él debería recordar lo que quiere un hombre.
Claro que se le ocurrió que estaba invirtiendo lo que había sucedido. Que no había cometido un crimen para darse la oportunidad de saber qué quiere un hombre, esa oportunidad nace casualmente con el crimen. Pero procuró ignorar el incómodo sentimiento de mistificación: él necesitaba ese error para continuar adelante, y lo usó como instrumento. Y pasando por encima de su confusión, el hombre intentó por fin abordarse. Con un suspiro se abordó en términos claros y pensó:
Que no había cometido un crimen vulgar.
Pensó que con ese crimen había cometido su primer acto de hombre. Sí. Valientemente había hecho lo que todo hombre tiene que hacer una vez en su vida: destruirla.
Para reconstruirla en sus propios términos.
¿Era eso entonces lo que quería con el crimen? Su corazón latió fuerte, irreductible, iluminado de paz. Sí, para reconstruirla en sus propios términos.
¿Y si no consiguiese reconstruirla? Porque en su cólera había roto lo que existía en pedazos demasiado pequeños. ¿Y si no consiguiese reconstruirla? Porque miró el vacío perfecto de la claridad y se le ocurrió la posibilidad extraña de no poder nunca reconstruirla. Pero si no lo consiguiese ni siquiera importaría. Había tenido el valor de jugar fuerte. Un hombre un día tiene que arriesgarlo todo. Sí, él lo había hecho.
Y orgulloso de su crimen, miró al mundo arrasado.
Arrasado por él mismo, a sus pies. El mundo desmontado por un crimen. Y que sólo él, porque él se había convertido en el gran culpable, podría levantar, darle un sentido y montarlo de nuevo.
Pero en sus propios términos.
Era eso entonces. Martim se preguntó con intensidad y con dolor: ¿realmente era eso? Porque sus verdades no parecían aguantar mucho tiempo de atención sin que se deformasen. Y, por un instante, la verdad tanto podría se ésta como otra: inmutable sólo era el campo. A costa, pues, de un control artificial Martim se apegó a una sola verdad y con dificultad apartó las otras. (Sin darse cuenta, su reconstrucción ya había empezado jadeante).
No le importaba que el origen de su fuerza actual hubiese sido un acto criminal. Lo que importaba es que desde ahí había tomado el impulso de la gran reivindicación.
Fue así como Martim salió entero de su juicio. Un poco cansado por el esfuerzo.
Bien, y ahora tocaba recordar qué quiere un hombre. Ése era el verdadero juicio, y Martim bajó la cabeza, confuso, en penitencia.
Oh, Dios, no era nada fácil para aquel hombre expresar lo que quería. Quería esto: reconstruir. Pero era como una orden que se recibe y no se sabe cumplir. Por más libre que fuese, el ser humano estaba habituado a ser mandado, aunque sólo fuese por la manera de ser de los otros. Y ahora Martim trabajaba por su cuenta.
Era necesario tener mucha paciencia con él, él era lento. ¿Qué quería? Quisiese lo que quisiese había nacido lejos de él, y no era fácil de hacer aflorar ese rumor balbuciente. Además lo que quería también se confundía extrañamente con lo que ya era y que sin embargo nunca había alcanzado.
Su oscura tarea se vería facilitada si se concediese el uso de las palabras ya creadas. Pero su reconstrucción tenía que empezar por las propias palabras, porque las palabras eran la voz de un hombre. Eso sin contar con que había en Martim una cautela meramente práctica: cuando admitiese las palabras ajenas, automáticamente estaría admitiendo la palabra “crimen”, y él sería sólo un vulgar criminal fugado. Y aún era muy pronto para darse un nombre y para dar un nombre a lo que quería. Un paso más y lo sabría. Pero era pronto todavía.


Fragmento del capítulo 2 de la segunda parte de La manzana en la Oscuridad, de Clarice Lispector.