domingo, 29 de noviembre de 2009

passenger



Here I lay
Still and breathless
Just like always
Still I want some more
Mirrors sideways
Who cares what's behind
Just like always
Still your passenger
Chrome buttons, buckles and leather surfaces
These and other lucky witnesses
Now to calm me
This time won't you please
Drive faster
Roll the windows down
This cool night air is curious
Let the whole world look in
Who cares who sees anything
I'm your passenger
I'm your passenger
Drop these down and
Put them on me
Nice cool seats
There to cushion your knees
Now to calm me
Take me around again
Just don't pull over
This time would you please drive faster
Roll the windows down
This cool night air is curious
Let the whole world look in
Who cares who sees what tonight
Roll these misty windows down
To catch my breath
And then go and go and go just drive me
Home and back again
Here I lay just like always
Don't let me go
Take me to the edge

sábado, 21 de noviembre de 2009

tan solo un hombre



y dejame enseñarte que eres mas
que la piel de mi cuerpo
mirame, mirame...

viernes, 20 de noviembre de 2009

sábado, 7 de noviembre de 2009

me gusta el funk!



Y E´ QUE YOOOOOOOO…PASO DE TO…PASO DE TO…Y IO
QUÉ E' LO QUE VA A PASAR SI SEGUIMO' CON ESTA LOCURA
EA…AL CARAJO TO'...SE VA AL CARAJO TO'...AL CARAJO TO...

jueves, 29 de octubre de 2009

problemas cotidianos de la relación madre-baño-yo

Me molesta que madre entre al baño y se ponga a hablarme mientras me estoy bañanado.
Me molesta que madre entre al baño cuando estoy haciendo pis.
Me molesta que cuando me estoy lavando los dientes madre entre al baño y se ponga a hacer pis.
Me molesta que madre haga pis con la puerta abierta, y también que a veces me llame y me hable mientras lo hace.

Además, que madre venga y me hable significa: pedirme que haga cosas, retarme por cosas que no hice, quejarse por algo, etc.

miércoles, 21 de octubre de 2009

I TALK TO THE WIND

Said the straight man to the late man
Where have you been
I've been here and I've been there
And I've been in between.

I talk to the wind
My words are all carried away
I talk to the wind
The wind does not hear
The wind cannot hear.

I'm on the outside looking inside
What do I see
Much confusion
Disillusion
All around me.

You don't possess me
Don't impress me
Just upset my mind
Can't instruct me or conduct me
Just use up my time

I talk to the wind
My words are all carried away
I talk to the wind
The wind does not hear
The wind cannot hear.

domingo, 18 de octubre de 2009

Dios de la Adolescencia


Ella sólo intenta ser feliz
Tropezando está
Nadan hoy sus ojos entre el rimel
Su mentira, ya se hundió
En la hiedra

Ves, en su abismo
Con sus enaguas quiere escapar
De la bruma
Tan apurada está
Que atropella el viento en la avenida

Hoy su inútil pétalo secó
Por su soledad
Y con las campanas se divierte
Pensando que son de aquí
de la muerte

Ah, si pudiera
Si ella quisiera abrirse del ser
Y la nada
Tal vez podría ver
Que su Dios está en la adolescencia

Correrás al fin con frenesí
Por tu libertad
Pero ni bien una lágrima caiga
mil estrellas juzgaran que es en vano

Ya que Dios es un mundo
En el que amar es la eternidad
Que uno busca
Y no lo pienses mas
Que tu mueca esta tan despintada

jueves, 15 de octubre de 2009

Si me mato, me mato a mí, y mato mi inclinación a la muerte.
Querría matar a otros, a nadie en particular. A muchos porque son puercos y crueles y afean el mundo, y a king, que sufre.
¿Mi inclinación a la muerte es también inclinación a matar a los otros?
No puedo matarlos, por lo menos no a todos: si yo me suprimo, ya, para mí, no existirán.
Antonio Di Benedetto- fragmento de Los Suicidas

domingo, 11 de octubre de 2009

lunes, 5 de octubre de 2009

wicked game

What a wicked game to play
To make me feel this way
What a wicked thing to do
To let me dream of you
What a wicked thing to say
You never felt this way
What a wicked thing you do
To make me dream of you

No I don't wanna fall in love
(This world is only gonna break your heart)

martes, 29 de septiembre de 2009

Flor, sos una idiota


idiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiotaidiota

miércoles, 23 de septiembre de 2009

sábado, 12 de septiembre de 2009

♫♪

I’m just a dreamer

domingo, 6 de septiembre de 2009

Vete de mí, cuervo negro,
vete ya, vete ya,
no te quiero ver más,
ni aquí, ni allá.


Almendra

martes, 1 de septiembre de 2009

Mariposas de Koch


Dicen que escupo sangre, y que pronto moriré. ¡No! ¡No! Son mariposas, mariposas rojas. Veréis.

Yo veía a mi burro mascar margaritas y se me antojaba que esa placidez de vida, esa serenidad de espíritu que le rebasaba los ojos era obra de las cándidas flores. Un día quise comer, como él, una margarita. Tendí la mano y en ese momento se posó en la flor una mariposa tan blanca como ella. Me dije: ¿por qué no también?, y la llevé a los labios. Es preferible, puedo decirlo, verlas en el aire. Tienen un sabor que es tanto de aceite como de yerbas rumiadas. Tal, por lo menos, era el gusto de esa mariposa.

La segunda me dejó sólo un cosquilleo insípido en la garganta, pues se introdujo ella misma, en un vuelo, presumí yo, suicida, en pos de los restos de la amada, la deglutida por mí. La tercera, como la segunda (el segundo, debiera decir, creo yo), aprovechó mi boca abierta, no ya por el sueño de la siesta sobre el pasto, sino por mi modo un tanto estúpido de contemplar el trabajo de las hormigas, las cuales, por fortuna, no vuelan, y las que lo hacen no vuelan alto.

La tercera, estoy persuadido, ha de haber llevado también propósitos suicidas, como es propio del carácter romántico suponible en una mariposa. Puede calcularse su amor por el segundo y asimismo pueden imaginarse sus poderes de seducción, capaces, como lo fueron, de poner olvido respecto de la primera, la única, debo aclarar, sumergida -muerta, además- por mi culpa directa. Puede aceptarse, igualmente, que la intimidad forzosa en mi interior ha de haber facilitado los propósitos de la segunda de mis habitantes.

No puedo comprender, en cambio, por qué la pareja, tan nueva y tan dispuesta a las locas acciones, como bien lo había probado, decidió permanecer adentro, sin que yo le estorbase la salida, con mi boca abierta, a veces involuntariamente, otras en forma deliberada. Pero, en desmedro del estómago pobre y desabrido que me dio la naturaleza, he de declarar que no quisieron vivir en él mucho tiempo. Se trasladaron al corazón, más reducido, quizás, pero con las comodidades de un hogar moderno, por lo que está dividido en cuatro departamentos o habitaciones, si así se prefiere nombrarlos. Esto, desde luego, allanó inconvenientes cuando el matrimonio comenzó a rodearse de párvulos. Allí han vivido, sin que en su condición de inquilinos gratuitos puedan quejarse del dueño de casa, pues de hacerlo pecarían malamente de ingratitud.

Allí estuvieron ellas hasta que las hijas crecieron y, como vosotros comprenderéis, desearon, con su inexperiencia, que hasta a las mariposas pone alas, volar más allá. Más allá era fuera de mi corazón y de mi cuerpo.

Así es como han empezado a aparecer estas mariposas teñidas en lo hondo de mi corazón, que vosotros, equivocadamente, llamáis escupitajos de sangre. Como véis, no lo son, siendo, puramente, mariposas rojas de mi roja sangre. Si, en vez de volar, como debieran hacerlo por ser mariposas, caen pesadamente al suelo, como los cuajarones que decís que son, es sólo porque nacieron y se desarrollaron en la obscuridad y, por consiguiente, son ciegas, las pobrecitas.


de Antonio Di Benedetto en Mundo Animal - 1953

miércoles, 26 de agosto de 2009

NiceDream

Soñé que cantaba, a los gritos pelados, Hexagram de Deftones. Sabía la letra, me salía muy genial y la Lari cantaba conmigo.


martes, 18 de agosto de 2009

¡Bú!

Déjeuner du matin

Il a mis le café Dans la tasse
Il a mis le lait Dans la tasse de café
Il a mis le sucre Dans le café au lait
Avec la petite cuiller
Il a tourné
Il a bu le café au lait
Et il a reposé la tasse
Sans me parler

Il a allumé
Une cigarette
Il a fait des ronds
Avec la fumée
Il a mis les cendres
Dans le cendrier
Sans me parler
Sans me regarder

Il s'est levé
Il a mis
Son chapeau sur sa tête
Il a mis son manteau de pluie
Parce qu'il pleuvait
Et il est parti
Sous la pluie
Sans une parole
Sans me regarder

Et moi j'ai pris
Ma tête dans ma main
Et j'ai pleuré

Jacques Prevert

jueves, 6 de agosto de 2009

Requiem para una reclusa (fragmento) - Faulkner ♥

STEVENS
¿Quiere usted decir que cuando se tiene la salvación no se tiene la esperanza?
NANCY
Ni se la necesita. Todo lo que se necesita, todo lo que hay que hacer es simplemente creer. De manera que acaso...
STEVENS
¿Creer en qué?
NANCY
Creer simplemente. De manera que todo lo que hice yo anoche fue solamente sospechar a dónde habían ido ustedes. Pero ahora lo sé y sé lo que el Gran Hombre les dijo. Y está bien. hace mucho tiempo que acabé con todo esto, aquel mismo día en el tribunal. No: antes todavía: aquella noche, en el cuarto de los niños, antes de que levantase mi mano...
TEMPLE
(convulsivamente)
Cállese. Cállese.
NANCY
Está bien. Me callo. Porque está bien. Puedo rebajarme por Jesús también. Puedo rebajarme por Él también.
TEMPLE
¡CálleseCállese! Al menos no blasfeme. Pero ¿quién soy para criticar el lenguaje con que habla usted de Él cuando Él mismo no podría criticarlo, ya que es el único lenguaje que Él dispuso para que usted aprendiera?
NANCY
¿Qué hay de malo en lo que dije? Jesús también es un hombre. Tiene que serlo. Los hombres escuchan por lo que se dice. Las mujeres, no. No les importa lo que se dice. Escuchan por quien lo dice.
TEMPLE
Entonces deje que Él me hable. También yo puedo rebajarme por Él, si eso es lo que Él quiere, demanda, pide. Haré todo lo que Él quiera con solo que Él me diga lo que tengo que hacer. No: cómo lo debo hacer. Yo sé lo que tengo que hacer, lo que debo hacer, lo que tendré que hacer. Pero ¿cómo? Nosotros... creí que todo lo que tenía que hacer era regresar e ir a ver al Gran Hombre para decirle que no había sido usted quien mató a mi nena, sino que lo había hecho yo, cinco años antes, el día en que salí por la puerta trasera de aquel tren, y que eso sería todo. Pero estábamos equivocados. Luego yo... nosotros creímos que todo se reduciría a que viniese yo aquí a decirle que tiene que morir; no solamente para traerle la noticia de que tiene que morir, ; recorrer todo el camino de regreso, dos mil millas desde California, manejando toda la noche hasta Jackson y hablando una o dos horas y de nuevo otra vez en el automóvil hasta aquí para decirle a usted que tiene que morir; no solamente para traerle la noticia de que tiene que morir, pues eso podía hacerlo cualquier mensajero, sino porque tenía que ser yo quien velase toda la noche y hablase por una o dos horas y luego le trajese a usted la noticia. Ve usted: no para salvarla a usted, no se trataba de eso, sino solamente por mí, tan sólo para sufrir y pagar: un poco más de sufrimiento simplemente porque había un poco más de tiempo reservado para un poco más de sufrimiento, y lo mismo podríamos emplearlo ya que estábamos pagando por ello; y esto sería todo, entonces habríamos terminado. Pero nos equivocábamos de nuevo. Eso era todo, pero sólo para usted. Nada peor le hubiese sucedido si yo no hubiese regresado de California. Ni siquiera hubiese sucedido nada peor. Y mañana a estas horas usted ya no será nada. Pero no yo. Pues está el mañana y el mañana y el mañana. Todo lo que usted tiene que hacer es simplemente morir. Pero deje que Él me diga qué es lo que tengo que hacer yo. No, me equivoco: yo sé lo que tengo que hacer, lo que voy a hacer, también yo lo supe aquella noche, en el cuarto de los niños. Pero deje que Él me diga cómo. ¿Cómo? Mañana y mañana, y otra vez mañana. ¿Cómo?
NANCY
Confíe en Él.
TEMPLE
Confiar en Él. Vea lo que ya me ha hecho Él. Que está bien, tal vez lo merezca; al menos no soy yo quien pueda criticarlo o mandarlo. Pero vea lo que Él le ha hecho a usted. Y sin embargo, todavía puede usted decir eso. ¿Por qué¿ ¿Por qué? ¿Es que acaso hay alguna otra cosa?
NANCY
No lo sé. Pero tiene usted que confiar en Él. Acaso ése sea su pago por el sufrimiento.
STEVENS
¿Quién sufre y quién paga? ¿Cada uno por sí mismo?
NANCY
Todos. Todos los dolientes. Todos los pobres hombres pecadores.
STEVENS
La salvación del mundo está en el sufrimiento de los hombres. ¿Es eso lo que quiere usted decir?
NANCY
Sí, señor.
STEVENS
¿Cómo?
NANCY
No lo sé. Tal vez cuando las personas sufren están demasiado ocupadas para hacer el mal. No tienen tiempo para atormentarse y entremeterse entre sí.
TEMPLE
Pero ¿por qué hay que sufrir? Él es omnipotente, al menos eso nos dicen. ¿Por qué no pudo Él inventar otra cosa? O, si es necesario sufrir, ¿por qué no es posible que lo hagamos con nuestro propio sufrimiento? ¿por qué no se pueden redimir los pecados con la propia agonía? ¿por qué tienen que sufrir usted y mi nenita porque hace cinco años decidí yo ir a una partida de bésibol? ¿hay que sufrir la angustia de todos los demás sólo para creer en Dios? ¿qué clase de Dios es éste que tiene que chantajear a sus clientes con el dolor y la ruina del mundo entero?
NANCY
Él no quiere que usted sufra. A Él tampoco le agrada el sufrimiento. Pero Él no puede ayudarse a Sí mismo. Es como un hombre que tiene demasiadas mulas. Repentinamente, una mañana mira en torno y ve más mulas de las que puede contar de una vez, sin hablar de encontrar trabajo para ellas, y todo lo que sabe es que son suyas, pues al menos nadie más las reclama, y que la cerca del potrero las encerraba todavía la noche anterior en donde no podían hacerse daño entre sí ni a nadie, en lo posible. Y que cuando llega la mañana del lunes puede ir allí y encerrar allí a algunas de ellas e incluso agarrar a algunas si tiene cuidado de no volverse de espaldas a las que aún no ha encerrado. Y que, una vez que les ha puesto los aperos, harán su trabajo y lo harán bien, sólo que todavía tiene que tener cuidado de no acercarse mucho a ellas y de no olvidarse que siempre hay una de ellas a sus espaldas, incluso cuando les está dando de comer. Ni siquiera cuando llega de nuevo el mediodía del sábado, y él las trae de nuevo al potrero, cuando hasta una mula sabe que por lo menos tendrá hasta el lunes por la mañana para correr libremente tras sus pecados y placeres de mula.
STEVENS
¿También hay que pecar?
NANCY
Tiene que hacerlo. No puede usted evitarlo. Y Él lo sabe. Pero usted puede sufrir. Y eso también lo sabe él. Él no le dice a usted que no peque, simplemente le pide que no lo haga. Y Él no le dice a usted que sufra. Pero le da la oportunidad. Le da lo mejor de lo que Él cree que es usted capaz de hacer. Y Él lo salvará.
STEVENS
¿También a usted? ¿Una asesina? ¿En el Cielo?
NANCY
Puedo trabajar.
STEVENS
El arpa, la túnica, el canto no pueden ser para Nancy Mannigoe, por ahora al menos. Pero todavía queda el trabajo por hacer... lavar y barrer, acaso también los niños a los que hay que cuidar y alimentar y preservar del dolor y del temporal y sacar de debajo de los pies de la gente.
(hace una pausa momentánea. Nancy no dice nada, inmóvil, , sin mirar a nadie)
¿Acaso hasta esa niña?
(Nancy no se mueve, ni se excita, ni mira aparentemente a nada; su rostro todavía pasmado, inexpresivo)
¿También ella, Nancy? Porque usted quería a esa niña incluso en le momento mismo en que levantó su mano contra ella, sabía que no quedaba por hacer otra cosa que levantar la mano.
(Nancy ni responde ni se conmueve)
Un cielo en que esa niña sólo recuerde la gentileza de sus manos, porque entonces esta tierra sólo será un sueño que no cuenta. ¿No es eso?
TEMPLE
O acaso no esa niña, no la mía, porque habiendo destruido yo misma a la mía cuando me deslicé por la puerta trasera de aquel tren aquel día hace cinco años, necesitaré todo el perdón y el olvido de que es capaz un bebé de seis meses. Sino el otro: el suyo, del que me habló usted: el que había llevado seis meses en su vientre cuando fue al paseo o al baile o jarana o riña o lo que fuera y el hombre la pateó a usted en el vientre y lo perdió. ¿También ese?
STEVENS
(a Nancy)
¿Cómo? ¿El padre la pateó a usted en el vientre cuando estaba embarazada?
NANCY
No lo sé.
STEVENS
¿No sabe quién la pateó?
NANCY
Eso lo sé. Creí que se refería al padre.
STEVENS
¿Quiere decir que el hombre que la pateó no era el padre?
NANCY
No lo sé. Cualquiera de ellos podía serlo.
STEVENS
¿Cualquiera de ellos? ¿No tiene usted idea de quién era el padre?
NANCY
(mira impaciente a Stevens)
Si se sienta usted sobre una sierra, ¿podría decir qué diente lo hirió primero?
(a Temple)
¿Qué pasa con él?
TEMPLE
¿Podría también él, que nunca tuvo padre, que ni siquiera nació, estar allí para perdonarla? ¿Hay un cielo al que pueda ir para perdonarla a usted? ¿Hay un cielo, Nancy?
NANCY
No lo sé. Creo.
TEMPLE
¿Cree en qué?
NANCY
No lo sé. Pero creo.

viernes, 24 de julio de 2009

deseo

quisiera encontrarte una vez más,
abrazarte.
el Infierno mi consuelo: volvernos a ver
ardiendo en el fuego eterno

lunes, 20 de julio de 2009

viernes, 17 de julio de 2009

MEFISTÓFELES: Si atravesaras a nado el océano y contemplaras allí lo infinito, verías al menos venir ola tras ola, y aunque te estremeciese la idea de irte al fondo, al menos verías algo. Verías, sin duda, en las verdes aguas del mar en calma, deslizarse los delfines; verías pasar las nubes, el Sol, la Luna y las estrellas; mientras que en un alejamiento eternamente vacío, nada verás, no oirás siquiera el rumor de tus pasos, ni hallarás un punto firme donde reposar.
Goethe, Fausto
(Traducción de Roviralta Borrel)

jueves, 9 de julio de 2009

Ya es tarde, pensó. Una lágrima bajaba por su mejilla, una lágrima negra que iba pintando el recorrido sobre su cara. Imposible disimularlo ahora, él se daría cuenta de todo con sólo mirarla. Hizo como que nada pasaba, concentrada prendió un cigarrillo y se puso a fumar mirando al horizonte, como si todo estuviera en orden, como si con su silencio pudiera ocultar esa maldita lágrima delatora.

domingo, 21 de junio de 2009

miércoles, 17 de junio de 2009

it pleure dans mon coeur

Il pleut doucement sur la ville (Arthur Rimbaud)


Il pleure dans mon coeur
Comme il pleut sur la ville,
Quelle est cette langueur
Qui pénètre mon coeur?

O bruit doux de la pluie
Par terre et sur les toits!
Pour un coeur qui s'ennuie
O le chant de la pluie!

Il pleure sans raison
Dans ce coeur qui s'écoeure.
Quoi! nulle trahison?
Ce deuil est sans raison.

C'est bien la pire peine
De ne savoir pourquoi,
Sans amour et sans haine,
Mon coeur a tant de peine!


Verlaine, Paul : "Romances sans paroles" (1874)

martes, 2 de junio de 2009

Hija del viento



Han venido.
Invaden la sangre.
Huelen a plumas,
a carencias,
a llanto.
Pero tú alimentas al miedo
y a la soledad
como a dos animales pequeños
perdidos en el desierto.

Han venido
a incendiar la edad del sueño.
Un adiós es tu vida.
Pero tú te abrazas
como la serpiente loca de movimiento
que sólo se halla a sí misma
porque no hay nadie.

Tú lloras debajo del llanto,
tú abres el cofre de tus deseos
y eres más rica que la noche.

Pero hace tanta soledad
que las palabras se suicidan.

Alejandra Pizarnik

martes, 26 de mayo de 2009

"LITERATURA + ENFERMEDAD = ENFERMEDAD" (conferencia)

Para mi amigo el doctor
Víctor Vargas, hepatólogo.

Enfermedad y conferencia
Nadie debe extrañarse de que el conferenciante se ande por las ramas. Pongamos el siguiente caso. El conferenciante va a hablar sobre la enfermedad. El teatro se llena con diez personas. Hay una expectación entre los espectadores digna, sin duda, de mejor causa. La conferencia empieza a las siete de la tarde o a las ocho de la noche. Nadie del público ha cenado. Cuando dan las siete (o las ocho, o las nueve) ya están todos allí, sentados en sus asientos, los teléfonos móviles apagados. Da gusto hablar ante personas tan educadas. Sin embargo el conferenciante no aparece y finalmente uno de los organizadores del evento anuncia que no podrá venir debido a que, a última hora, se ha puesto gravemente enfermo.

Enfermedad y estatura
Vayamos al grano o acerquémonos por un instante a ese grano solitario que el viento o el azar ha dejado justo en medio de una enorme mesa vacía. No hace mucho tiempo, al salir de la consulta de Víctor Vargas, mi médico, una mujer me esperaba junto a la puerta confundida entre los demás pacientes que formaban la cola. Esta mujer era una mujer bajita, quiero decir de corta estatura, cuya cabeza apenas me llegaba a la altura del pecho, digamos unos pocos centímetros por arriba de las tetillas, y eso que llevaba unos tacones portentosos, como no tardé en descubrir. La visita, de más está decirlo, había ido mal, muy mal; mi médico sólo tenía malas noticias. Yo me sentía, no sé, no precisamente mareado, que es lo usual en estos casos, sino más bien como si los demás se hubieran mareado y yo fuera el único que mantenía una especie de calma o una cierta verticalidad. Tenía la impresión de que todos iban a gatas o, como suele decirse, a cuatro patas, mientras yo iba de pie o permanecía sentado, con las piernas cruzadas, que a todos los efectos es lo mismo que estar o ir de pie o mantener la verticalidad. En cualquier caso tampoco puedo decir que me sintiera bien, pues una cosa es mantenerse erguido mientras los demás gatean y otra cosa muy distinta es observar, con algo que a falta de una palabra mejor llamaré ternura o curiosidad o mórbida curiosidad, el gateo indiscriminado y repentino de quienes te rodean. Ternura, melancolía, nostalgia, sensaciones propias de un enamorado más bien cursi, y muy impropias de experimentar en el consultorio externo de un hospital de Barcelona. Por supuesto, si ese hospital hubiera sido un manicomio, tal visión no me habría afectado en lo más mínimo, pues desde muy joven me acostumbré —aunque nunca seguí— al refrán que dice que en el país al que fueres, haz lo que vieres, y lo mejor que uno puede hacer en un manicomio, aparte de mantener un silencio lo más digno posible, es gatear u observar el gateo de los compañeros de desgracia.
Pero yo no estaba en un manicomio sino en uno de los mejores hospitales públicos de Barcelona, un hospital que conozco bien pues he estado cinco o seis veces internado allí, y hasta entonces no había visto a nadie caminar a cuatro patas, aunque sí había visto a enfermos ponerse amarillos como canarios y había visto a otros que de repente dejaban de respirar, es decir, se morían, algo no inusual en un sitio así; pero a gatas no había visto, todavía, a nadie, por lo que pensé que las palabras de mi médico habían sido mucho más graves de lo que en principio creí, o lo que es lo mismo: que mi estado de salud era francamente malo. Y cuando salí de la consulta y vi a todo el mundo gateando, esta impresión sobre mi propia salud se acentuó y el miedo a punto estuvo de tumbarme y obligarme agatear a mí también. El motivo de que no lo hiciera fue la presencia de la mujer bajita, que en ese momento se me acercó y dijo su nombre, la doctora X, y luego pronunció el nombre de mi médico, mi querido doctor Vargas, con quien mantengo una relación tipo armador griego millonario, es decir la relación de un hombre casado que ama pero que procura ver lo menos posible a su mujer, y añadió, la doctora X, que estaba al tanto de mi enfermedad o del progreso de mi enfermedad y deseaba incluirme en un trabajo que ella estaba haciendo. Le pregunté educadamente por la naturaleza de ese trabajo. Su respuesta fue vaga. Me explicó que apenas me haría perder media hora de mi tiempo y que se trataba de que yo hiciera algunos tests que tenía preparados. No sé por qué, finalmente le dije que sí, y entonces ella me guió fuera de las consultas externas hasta un ascensor de grandes proporciones, un ascensor en donde había una camilla, vacía, por supuesto, pero ningún camillero, una camilla que subía y que bajaba con el ascensor, como una novia bien proporcionada con —o en el interior de— su novio desproporcionado, pues el ascensor era verdaderamente grande, tanto como para albergar en su interior no sólo una camilla sino dos, y además una silla de ruedas, todas con sus respectivos ocupantes, pero lo más curioso era que en el ascensor no había nadie, salvo la doctora bajita y yo, y justo en ese momento, con la cabeza no sé si más fría o más caliente, me di cuenta de que la doctora bajita no estaba nada mal.
No bien descubrí esto, me pregunté qué ocurriría si le proponía hacer el amor en el ascensor, cama no nos iba a faltar. Recordé en el acto, como no podía ser menos, a Susan Sarandon disfrazada de monja preguntándole a Sean Penn cómo podía pensar en follar si le quedaban pocos días de vida. El tono de Susan Sarandon, por descontado, es de reproche. No recuerdo, para variar, el título de la película, pero era una buena película, dirigida, creo, por Tim Robbins, que es un buen actor y tal vez un buen director pero que no ha estado jamás en el corredor de la muerte. Follar es lo único que desean los que van a morir. Follar es lo único que desean los que están en las cárceles y en los hospitales. Los impotentes lo único que desean es follar. Los castrados lo único que desean es follar. Los heridos graves, los suicidas, los seguidores irredentos de Heidegger. Incluso Wittgenstein, que es el más grande filósofo del siglo XX, lo único que deseaba era follar. Hasta los muertos, leí en alguna parte, lo único que desean es follar. Es triste tener que admitirlo, pero es así.
Enfermedad y Dioniso
Aunque la verdad de la verdad, la puritita verdad, es que me cuesta mucho admitirlo. Esa explosión seminal, esos cúmulos y cirros que cubren nuestra geografía imaginaria, terminan por entristecer a cualquiera. Follar cuando no se tienen fuerzas para follar puede ser hermoso y hasta épico. Luego puede convertirse en una pesadilla. Sin embargo, no hay más remedio que admitirlo. Miren, por ejemplo, las cárceles de México. Aparece un tipo no precisamente agraciado, chaparro, seboso, panzón, bizco, y que encima es malo y huele mal. Este tipo, cuya sombra se desplaza con una lentitud exasperante por las paredes de la cárcel o por los pasillos interiores de la cárcel, al poco tiempo de estar allí se hace amante de otro tipo, igual de feo pero más fuerte. No ha habido un romance prolongado, un romance lleno de pasos y de estaciones. No ha habido una afinidad electiva tal como la entendía Goethe. Ha sido un amor a primera vista, primario, si ustedes quieren, pero cuya finalidad no difiere mucho de la finalidad buscada por tantas parejas normales o que nos parecen normales. Son novios. Sus galanteos, sus deliquios, son como radiografías. Follan cada noche. A veces se pegan. Otras veces se cuentan sus vidas, como si fueran amigos, aunque en realidad no son amigos sino amantes. Los domingos, incluso, ambos reciben las visitas de sus respectivas mujeres, que son tan feas como ellos. Obviamente ninguno de los dos es lo que llamaríamos un homosexual. Si alguien se lo echara encara probablemente ellos se enojarían tanto, se sentirían tan ofendidos, que primero violarían brutalmente al ofensor y luego lo asesinarían. Esto es así. Victor Hugo, que según Daudet era capaz de comerse una naranja entera de un solo bocado, prueba máxima de salud, según Daudet, típico gesto de cerdo, según mi mujer, dejó escrito en Los miserables que la gente oscura, la gente atroz, es capaz de experimentar una felicidad oscura, una felicidad atroz. Según creo recordar, pues Los miserables es un libro que leí en México hace muchísimos años y que dejé en México cuando me fui de México para siempre y que no pienso volver a comprar ni a releer, pues no hay que leer ni mucho menos releer los libros de los cuales se hacen películas, y creo que de Los miserables se hizo hasta un musical. Esa gente atroz, como decía, cuya felicidad es atroz, son aquellos rufianes que acogen a Cosette cuando Cosette aún es una niña, y que encarnan a la perfección no sólo el mal y la mezquindad de cierta pequeña burguesía o de aquello que aspira a formar parte de la pequeña burguesía, sino que con el paso del tiempo y los avances del progreso encarnan, a estas alturas de la historia, a casi la totalidad de lo que hoy llamamos clase media, una clase media de izquierda o de derecha, culta o analfabeta, ladrona o de apariencia proba, gente provista de buena salud, gente preocupada en cuidar su buena salud, gente exactamente igual (probablemente menos violenta y menos valiente, más prudente, más discreta) que los dos pistoleros mexicanos que viven su amor encerrados en un penal.
Dioniso lo ha invadido todo. Está instalado en las iglesias y en las ONG, en el gobierno y en las casas reales, en las oficinas y en los barrios de chabolas. La culpa de todo la tiene Dioniso. El vencedor es Dioniso. Y su antagonista o contrapartida ni siquiera es Apolo, sino don Pijo o doña Siútica o don Cursi o doña Neurona Solitaria, guardaespaldas dispuestos a pasarse al enemigo a la primera detonación sospechosa.

Enfermedad y Apolo
¿Y dónde diablos está el maricón de Apolo? Apolo está enfermo, grave.

Enfermedad y poesía francesa
La poesía francesa, como bien saben los franceses, es la más alta poesía del siglo XIX y de alguna manera en sus páginas y en sus versos se prefiguran los grandes problemas que iba a afrontar Europa y nuestra cultura occidental durante el siglo XX y que aún están sin resolver. La revolución, la muerte, el aburrimiento y la huida pueden ser esos temas. Esa gran poesía fue escrita por un puñado de poetas y su punto de partida no es Lamartine, ni Hugo, ni Nerval, sino Baudelaire. Digamos que se inicia con Baudelaire, adquiere su máxima tensión con Lautréamont y Rimbaud, y finaliza con Mallarmé. Por supuesto, hay otros poetas notables, como Corbière o Verlaine, y otros que no son desdeñables, como Laforgue o Catulle Mendés o Charles Cros, e incluso alguno no del todo desdeñable como Banville. Pero la verdad es que con Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud y Mallarmé ya hay suficiente. Empecemos por el último. Quiero decir, no por el más joven sino por el último en morir, Mallarmé, que se quedó a dos años de conocer el siglo XX. Éste escribe en Brisa Marina:

La carne es triste, ¡ay!, y todo lo he leído.
¡Huir! ¡Huir! Presiento que en lo desconocido
de espuma y cielo, ebrios los pájaros se alejan.
Nada, ni los jardines que los ojos reflejan
sujetará este pecho, náufrago en mar abierta
¡oh, noches!, ni en mi lámpara la claridad desierta
sobre la virgen página que esconde su blancura,
y ni la fresca esposa con el hijo en el seno.
¡He de partir al fin! Zarpe el barco, y sereno
meza en busca de exóticos climas su arboladura.
Un hastío reseco ya de crueles anhelos
aún suena en el último adiós de los pañuelos.
¡Quién sabe si los mástiles, tempestades buscando,
se doblarán al viento sobre el naufragio, cuando
perdidos floten sin islotes ni derroteros!...
¡Más oye, oh corazón, cantar los marineros!

Un bonito poema. Nabokov le habría aconsejado al traductor no mantener la rima, dar una versión en verso libre, hacer una versión feísta, si Nabokov hubiera conocido al traductor, Alfonso Reyes, que para la cultura occidental poco significa pero que para esa parte de la cultura occidental que es Latinoamérica significa (o debería significar) mucho. ¿Pero qué quiso decir Mallarmé cuando dijo que la carne es triste y que ya había leído todos los libros? ¿Que había leído hasta la saciedad y que había follado hasta la saciedad? ¿Que a partir de determinado momento toda lectura y todo acto carnal se transforman en repetición? ¿Que lo único que quedaba era viajar? ¿Que follar y leer, a la postre, resultaba aburrido, y que viajar era la única salida? Yo creo que Mallarmé está hablando de la enfermedad, del combate que libra la enfermedad contra la salud, dos estados o dos potencias, como queráis, totalitarias; yo creo que Mallarmé está hablando de la enfermedad revestida con los trapos del aburrimiento. La imagen que Mallarmé construye sobre la enfermedad, sin embargo, es, de alguna manera, prístina: habla de la enfermedad como resignación, resignación de vivir o resignación de lo que sea.
Es decir, está hablando de derrota. Y para revertir la derrota opone vanamente la lectura y el sexo, que sospecho que para mayor gloria de Mallarmé y mayor perplejidad de Madame Mallarmé eran la misma cosa, pues de lo contrario nadie en su sano juicio puede decir que la carne es triste, así, de esa forma taxativa, que enuncia que la carne sólo es triste, que la petit morte, que en realidad no dura ni siquiera un minuto, se extiende a todos los gestos del amor, que como es bien sabido pueden durar horas y horas y hacerse interminables, en fin, que un verso semejante no desentonaría en un poeta español como Campoamor pero sí en la obra y en la biografía de Mallarmé, indisolublemente unidas, salvo en este poema, en este manifiesto cifrado, que sólo Paul Gauguin se tomó al pie de la letra, pues que se sepa Mallarmé no escuchó jamás cantar a los marineros, o si los escuchó no fue, ciertamente, a bordo de un barco con destino incierto.
Y menos aún se puede afirmar que uno ya ha leído todos los libros, pues incluso aunque los libros se acaben nunca acaba uno de leerlos todos, algo que bien sabía Mallarmé. Los libros son finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros miedos, nuestras esperanzas de paz. ¿Y qué le queda a Mallarmé en este ilustre poema, cuando ya no le quedan, según él, ni ganas de leer ni ganas de follar? Pues le queda el viaje, le quedan las ganas de viajar. Y ahí está tal vez la clave del crimen. Porque si Mallarmé llega a decir que lo que queda por hacer es rezar o llorar o volverse loco, tal vez habría conseguido la coartada perfecta.
Pero en lugar de eso Mallarmé dice que lo único que resta por hacer es viajar, que es como si dijera navegar es necesario, vivir no es necesario, frase que antes sabía citar en latín y que por culpa de las toxinas viajeras de mi hígado también he olvidado, o lo que es lo mismo, Mallarmé opta por el viajero con el torso desnudo, por la libertad que también tiene el torso desnudo, por la vida sencilla (pero no tan sencilla si rascamos un poco) del marinero y del explorador que, a la par que es una afirmación de la vida, también es un juego constante con la muerte y que,en una escala jerárquica, es el primer peldaño de cierto aprendizaje poético. El segundo peldaño es el sexo y el tercero los libros. Lo que convierte la elección mallarmeana en una paradoja o bien en un regreso, en un volver a empezar desde cero. Y llegado a este punto no puedo, antes de volver al ascensor, dejar de pensar en un poema de Baudelaire, el padre de todos, en el que éste habla del viaje, del entusiasmo juvenil del viaje y de la amargura que todo viaje a la postre deja en el viajero, y pienso que tal vez el soneto de Mallarmé es una respuesta al poema de Baudelaire, uno de los más terribles que he leído, el de Baudelaire, un poema enfermo, un poema sin salida, pero acaso el poema más lúcido de todo el siglo XIX.

Enfermedad y viajes
Viajar enferma. Antiguamente los médicos recomendaban a sus pacientes, sobre todo a los que padecían enfermedades nerviosas, viajar. Los pacientes, que por regla general tenían dinero, obedecían y se embarcaban en largos viajes que duraban meses y en ocasiones años. Los pobres que tenían enfermedades nerviosas no viajaban. Algunos, es de suponer, enloquecían. Pero los que viajaban también enloquecían o, lo que es peor, adquirían nuevas enfermedades conforme cambiaban de ciudades, de climas, de costumbres alimenticias.
Realmente, es más sano no viajar, es más sano no moverse, no salir nunca de casa, estar bien abrigado en invierno y sólo quitarse la bufanda en verano, es más sano no abrir la boca ni pestañear, es más sano no respirar. Pero lo cierto es que uno respira y viaja. Yo, sin ir más lejos, comencé a viajar desde muy joven, desde los siete u ocho años, aproximadamente. Primero en el camión de mi padre, por carreteras chilenas solitarias que parecían carreteras posnucleares y que me ponían los pelos de punta, luego en trenes y en autobuses, hasta que a los quince años tomé mi primer avión y me fui a vivir a México. A partir de ese momento los viajes fueron constantes. Resultado: enfermedades múltiples.
De niño, grandes dolores de cabeza que hacían que mis padres se preguntaran si no tendría una enfermedad nerviosa y si no sería conveniente que emprendiera, lo más pronto posible, un largo viaje reparador. De adolescente, insomnio y problemas de índole sexual. De joven, pérdida de dientes que fui dejando, como las miguitas de pan de Hansel y Gretel, en diferentes países; mala alimentación que me provocaba acidez estomacal y luego una gastritis; abuso de la lectura que me obligó a llevar lentes; callos en los pies producto de largas caminatas sin ton ni son; infinidad de gripes y catarros mal curados. Era pobre, vivía en la intemperie y me consideraba un tipo con suerte porque, a fin de cuentas, no había enfermado de nada grave. Abusé del sexo pero nunca contraje una enfermedad venérea. Abusé de la lectura pero nunca quise ser un autor de éxito. Incluso la pérdida de dientes para mí era una especie de homenaje a Gary Snyder, cuya vida de vagabundo zen lo había hecho descuidar su dentadura. Pero todo llega. Los hijos llegan. Los libros llegan. La enfermedad llega. El fin del viaje llega.

Enfermedad y callejón sin salida
El poema de Baudelaire se llama “El viaje”. El poema es largo y delirante, es decir posee el delirio de la extrema lucidez, y no es éste el momento de leerlo completo. El traductor es el poeta Antonio Martínez Sarrión y sus primeros versos dicen así:

Para el niño, gustoso de mapas y grabados,
Es semejante el mundo a su curiosidad.

El poema, pues, empieza con un niño. El poema de la aventura y del horror, naturalmente, empieza en la mirada pura de un niño. Luego dice:

Un buen día partimos, la cabeza incendiada,
Repleto el corazón de rabia y amargura,
Para continuar, tal las olas, meciendo
Nuestro infinito sobre lo finito del mar:
Felices de dejar la patria infame, unos;
El horror de sus cunas, otros más; no faltando,
Astrólogos ahogados en miradas bellísimas
De una Circe tiránica, letal y perfumada.
Para no ser cambiados en bestias, se emborrachan
De cielos abrasados, de espacio y resplandor,
El hielo que les muerde, los soles que les queman,
La marca de los besos borran con lentitud.
Pero los verdaderos viajeros sólo parten
Por partir; corazones a globos semejantes
A su fatalidad jamás ellos esquivan
Y gritan “¡Adelante!” sin saber bien por qué.

El viaje que emprenden los tripulantes del poema de Baudelaire en cierto modo se asemeja al viaje de los condenados. Voy a viajar, voy a perderme en territorios desconocidos, a ver qué encuentro, a ver qué pasa. Pero previamente voy a renunciar a todo. O lo que es lo mismo: para viajar de verdad los viajeros no deben tener nada que perder. El viaje, este largo y accidentado viaje del siglo XIX, se asemeja al viaje que hace el enfermo a bordo de una camilla, desde su habitación a la sala de operaciones, donde le aguardan seres con el rostro oculto debajo de pañuelos, como bandidos de la secta de los hashishin. Por cierto, las primeras estampas del viaje no rehúyen ciertas visiones paradisíacas, producto más de la voluntad o de la cultura del viajero que de la realidad:

¡Asombrosos viajeros! ¡Cuántas nobles historias
Leemos en vuestros ojos profundos como el mar!
Mostradnos los estuches de tan ricas memorias

Y también dice: ¿Qué habéis visto? Y el viajero, o ese fantasma que representa a los viajeros, contesta enumerando las estaciones del infierno. El viajero de Baudelaire, evidentemente, no cree que la carne sea triste y que ya haya leído todos los libros, aunque evidentemente sabe que la carne, trofeo y joya de la entropía, es triste y más que triste, y que una vez leído un solo libro, todos los libros están leídos. El viajero de Baudelaire tiene la cabeza incendiada y el corazón repleto de rabia y amargura, es decir, probablemente se trata de un viajero radical y moderno, aunque por supuesto es alguien que razonablemente quiere salvarse, que quiere ver, pero que también quiere salvarse. El viaje, todo el poema, es como un barco o una tumultuosa caravana que se dirige directamente hacia el abismo, pero el viajero, lo intuimos en su asco, en su desesperación y en su desprecio, quiere salvarse. Lo que finalmente encuentra, como Ulises, como el tipo que viaja en una camilla y confunde el cielo raso con el abismo, es su propia imagen:

¡Saber amargo aquel que se obtiene del viaje!
Monótono y pequeño, el mundo, hoy día, ayer,
Mañana, en todo tiempo, nos lanza nuestra imagen:
¡En desiertos de tedio, un oasis de horror!

Y con ese verso, la verdad, ya tenemos más que suficiente. En medio de un desierto de aburrimiento, un oasis de horror. No hay diagnóstico más lúcido para expresar la enfermedad del hombre moderno. Para salir del aburrimiento, para escapar del punto muerto, lo único que tenemos a mano,y no tan a mano, también en esto hay que esforzarse, es el horror, es decir el mal. O vivimos como zombis, como esclavos alimentados con soma, o nos convertimos en esclavizadores, en seres malignos, como el tipo aquel que después de asesinar a su mujer y a sus tres hijos dijo, mientras sudaba a mares, que se sentía extraño, como poseído por algo desconocido, la libertad, y luego dijo que las víctimas se habían merecido lo que les pasó, aunque al cabo de unas horas, más tranquilo, dijo que nadie se merecía una muerte tan cruel y luego añadió que probablemente se había vuelto loco y les pidió a los policías que no le hicieran caso.
Un oasis siempre es un oasis, sobre todo si uno sale de un desierto de aburrimiento. En un oasis uno puede beber, comer, curarse las heridas, descansar, pero si el oasis es de horror, si sólo existen oasis de horror, el viajero podrá confirmar, esta vez de forma fehaciente, que la carne es triste, que llega un día en que todos los libros están leídos y que viajar es un espejismo. Hoy, todo parece indicar que sólo existen oasis de horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror.

Enfermedad y pruebas
Y ya es hora de volver a ese ascensor enorme, el ascensor más grande que he visto en mi vida, un ascensor en donde un pastor hubiera podido meter un reducido rebaño de ovejas y un granjero dos vacas locas y un enfermero dos camillas vacías, y en donde yo me debatía, literalmente, entre la posibilidad de pedirle a aquella doctora de corta estatura, casi una muñeca japonesa, que hiciera el amor conmigo o que al menos lo intentáramos, y la posibilidad cierta de echarme a llorar allí mismo, como Alicia en el País de las Maravillas, e inundar el ascensor no de sangre, como en El resplandor de Kubrick, sino de lágrimas. Pero los buenos modales, que nunca están de más y que pocas veces estorban, en ocasiones como ésta son un estorbo, y al poco rato la doctora japonesa y yo estábamos encerrados en un cubículo, con una ventana desde la que se veía la parte de atrás del hospital, haciendo unas pruebas rarísimas, que a mí me parecieron exactamente iguales que las pruebas que aparecen en las páginas de pasatiempos de cualquier periódico dominical.
Por supuesto, me esmeré mucho en hacerlas bien, como si quisiera demostrarle a ella que mi médico estaba equivocado, vano esfuerzo, pues aunque realizaba las pruebas de forma impecable la pequeña japonesa permanecía impasible, sin dedicarme ni la más mínima sonrisa de aliento. De vez en cuando, mientras ella preparaba una nueva prueba, hablábamos. Le pregunté por las posibilidades de éxito de un trasplante de hígado. Muchas posibilidades, dijo. ¿Qué tanto por ciento?, dije yo. Sesenta pol ciento, dijo ella. Joder, dije yo, es muy poco. En política es mayolía absoluta, dijo ella.
Una de las pruebas, tal vez la más sencilla, me impresionó mucho. Consistía en mantener durante unos segundos las manos extendidas de forma vertical, vale decir con los dedos hacia arriba, enseñándole a ella las palmas y contemplando yo el dorso. Le pregunté qué demonios significaba ese test. Su respuesta fue que, en un punto más avanzado de mi enfermedad, sería incapaz de mantener los dedos en esa posición. Éstos, inevitablemente, se doblarían hacia ella. Creo que dije: Vaya por Dios. Tal vez me reí. Lo cierto es que a partir de entonces ese test me lo hago cada día, esté donde esté. Pongo las manos delante de mis ojos, con el dorso hacia mí, y observo durante unos segundos mis nudillos, mis uñas, las arrugas que se forman sobre cada falange. El día que los dedos no puedan mantenerse firmes no sé muy bien qué haré, aunque sí sé qué no haré. Mallarmé escribió que un golpe de dados jamás abolirá el azar. Sin embargo, es necesario tirar los dados cada día, así como es necesario realizar el test de los dedos enhiestos cada día.

Enfermedad y Kafka
Cuenta Canetti en su libro sobre Kafka que el más grande escritor del siglo XX comprendió que los dados estaban tirados y que ya nada le separaba de la escritura el día en que por primera vez escupió sangre. ¿Qué quiero decir cuando digo que ya nada le separaba de su escritura? Sinceramente, no lo sé muy bien. Supongo que quiero decir que Kafka comprendía que los viajes, el sexo y los libros son caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo, lo que sea, un libro, un gesto, un objeto perdido, para encontrar cualquier cosa, tal vez un método, con suerte: lo nuevo, lo que siempre ha estado allí.

Roberto Bolaño
El Gaucho Insufrible

lunes, 25 de mayo de 2009

sábado, 23 de mayo de 2009

La rana que quería ser una rana auténtica

Había una vez una rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.
Augusto Monterroso

miércoles, 8 de abril de 2009

2: nacimiento del héroe

Hasta que esa tarde en la ladera Martim empezó a justificarse. Había llegado el duro momento de la explicación.
Allí, antes de proseguir, tenía que ser inocente o culpable. Allí él tenía que saber si su madre, que nunca lo comprendería si estuviese viva, lo amaría sin comprenderlo. Allí tenía que saber si el fantasma de su padre le daría la mano sin horror. Allí él se juzgaría, y esta vez con el lenguaje de los otros. Ahora tendría que llamar crimen a lo que había hecho. El hombre se estremeció con miedo de tocarse en el sitio equivocado, él, que todavía estaba tan herido.
Pero porque sabía profundamente que usaría hasta la farsa con tal de salir entero de su propio juicio -ya que si no se absolvía, se quedaría perplejo con un crimen en las manos-, porque sabía que sólo se permitiría salir entero del peligroso enfrentamiento, tuvo valor de encararse consigo mismo y, si era necesario, horrorizarse.
Aún más: como sólo se permitiría vencer, puesto que en el punto donde estaba se necesitaba ferozmente, ya de antemano se dijo lo siguiente: después del juicio necesario tendría enfrente su gran tarea. Porque allí él debería recordar lo que quiere un hombre.
Claro que se le ocurrió que estaba invirtiendo lo que había sucedido. Que no había cometido un crimen para darse la oportunidad de saber qué quiere un hombre, esa oportunidad nace casualmente con el crimen. Pero procuró ignorar el incómodo sentimiento de mistificación: él necesitaba ese error para continuar adelante, y lo usó como instrumento. Y pasando por encima de su confusión, el hombre intentó por fin abordarse. Con un suspiro se abordó en términos claros y pensó:
Que no había cometido un crimen vulgar.
Pensó que con ese crimen había cometido su primer acto de hombre. Sí. Valientemente había hecho lo que todo hombre tiene que hacer una vez en su vida: destruirla.
Para reconstruirla en sus propios términos.
¿Era eso entonces lo que quería con el crimen? Su corazón latió fuerte, irreductible, iluminado de paz. Sí, para reconstruirla en sus propios términos.
¿Y si no consiguiese reconstruirla? Porque en su cólera había roto lo que existía en pedazos demasiado pequeños. ¿Y si no consiguiese reconstruirla? Porque miró el vacío perfecto de la claridad y se le ocurrió la posibilidad extraña de no poder nunca reconstruirla. Pero si no lo consiguiese ni siquiera importaría. Había tenido el valor de jugar fuerte. Un hombre un día tiene que arriesgarlo todo. Sí, él lo había hecho.
Y orgulloso de su crimen, miró al mundo arrasado.
Arrasado por él mismo, a sus pies. El mundo desmontado por un crimen. Y que sólo él, porque él se había convertido en el gran culpable, podría levantar, darle un sentido y montarlo de nuevo.
Pero en sus propios términos.
Era eso entonces. Martim se preguntó con intensidad y con dolor: ¿realmente era eso? Porque sus verdades no parecían aguantar mucho tiempo de atención sin que se deformasen. Y, por un instante, la verdad tanto podría se ésta como otra: inmutable sólo era el campo. A costa, pues, de un control artificial Martim se apegó a una sola verdad y con dificultad apartó las otras. (Sin darse cuenta, su reconstrucción ya había empezado jadeante).
No le importaba que el origen de su fuerza actual hubiese sido un acto criminal. Lo que importaba es que desde ahí había tomado el impulso de la gran reivindicación.
Fue así como Martim salió entero de su juicio. Un poco cansado por el esfuerzo.
Bien, y ahora tocaba recordar qué quiere un hombre. Ése era el verdadero juicio, y Martim bajó la cabeza, confuso, en penitencia.
Oh, Dios, no era nada fácil para aquel hombre expresar lo que quería. Quería esto: reconstruir. Pero era como una orden que se recibe y no se sabe cumplir. Por más libre que fuese, el ser humano estaba habituado a ser mandado, aunque sólo fuese por la manera de ser de los otros. Y ahora Martim trabajaba por su cuenta.
Era necesario tener mucha paciencia con él, él era lento. ¿Qué quería? Quisiese lo que quisiese había nacido lejos de él, y no era fácil de hacer aflorar ese rumor balbuciente. Además lo que quería también se confundía extrañamente con lo que ya era y que sin embargo nunca había alcanzado.
Su oscura tarea se vería facilitada si se concediese el uso de las palabras ya creadas. Pero su reconstrucción tenía que empezar por las propias palabras, porque las palabras eran la voz de un hombre. Eso sin contar con que había en Martim una cautela meramente práctica: cuando admitiese las palabras ajenas, automáticamente estaría admitiendo la palabra “crimen”, y él sería sólo un vulgar criminal fugado. Y aún era muy pronto para darse un nombre y para dar un nombre a lo que quería. Un paso más y lo sabría. Pero era pronto todavía.


Fragmento del capítulo 2 de la segunda parte de La manzana en la Oscuridad, de Clarice Lispector.

lunes, 23 de marzo de 2009

El Chorro de Sangre

EL JOVEN. –Te amo y todo es bello.
LA JOVEN, con un trémolo intensificado en la voz. –Tú me amas y todo es bello.
EL JOVEN, en un tono más quedo. –Te amo y todo es bello.
LA JOVEN, en un tono aún más quedo que el suyo. –Tú me amas y todo es bello.
EL JOVEN, dejándola bruscamente. –Te amo. Un silencio. - Ponte delante mío.
LA JOVEN, siguiendo el juego, se ubica frente a él. –Ya está.
EL JOVEN, con un tono exaltado, sobreagudo. –Te amo, soy grande, soy limpio, soy pleno, soy denso.
LA JOVEN, en el mismo tono sobreagudo. –Nos amamos.
EL JOVEN. –Somos intensos. Ah, qué bien establecido está el mundo.
Un silencio. Se oye como el ruido de una inmensa rueda que gira provocando viento. Un huracán los separa. En ese momento se ven dos astros que se entrechocan y una serie de piernas de carne viva que caen con pies, manos, cabelleras, máscaras, columnas, pórticos, templos, alambiques, que caen, pero cada vez más lentamente, como si cayeran en el vacío, luego tres escorpiones uno tras otro, y finalmente una rana, y un escarabajo que cae con una lentitud desesperante, una lentitud que hace vomitar.
EL JOVEN, gritando con todas sus fuerzas. -El cielo se ha enloquecido. Mira al cielo.-Salgamos corriendo. Empuja a la joven delante suyo.
Y entra un Caballero de la Edad Media con una enorme armadura y seguido por una nodriza que sostiene sus pechos con ambas manos y resopla porque tiene los senos muy inflados.
EL CABALLERO. –Deja tus tetas. Dame mis papeles.
LA NODRIZA, con un grito sobreagudo.-¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
EL CABALLERO. –Mierda, ¿qué es lo que pasa?
LA NODRIZA. –Nuestra hija, allá, con él.
EL CABALLERO. –No hay hija, silencio.
LA NODRIZA. –Te digo que se están besando.
EL CABALLERO. –Qué carajo crees que me hace que se estén besando.
LA NODRIZA. –Incesto.
EL CABALLERO. –Matrona.
LA NODRIZA, hundiendo las manos en sus bolsillos que son tan grandes como sus senos. –¡Mantenido! Ella le desparrama sus papeles, rápidamente.
EL CABALLERO. –Basta, déjame comer.
La Nodriza desaparece. Entonces él se levanta y del interior de cada papel saca una enorme porción de gruyère. Repentinamente tose y se ahoga.
EL CABALLERO, la boca llena. –Ehp, ehp. Muéstrame tus senos. ¿Dónde se ha ido?
Se va corriendo.
El Joven vuelve.
EL JOVEN. –He visto, he conocido, he comprendido. Aquí la plaza pública, el prelado, el
remendón, las cuatro estaciones, el umbral de la iglesia, el farol del prostíbulo, la balanza de la justicia. ¡No puedo más!
Un sacerdote, un zapatero, un bedel, una ramera, un juez, una vendedora de hortalizas, llegan a la escena como sombras.
EL JOVEN. –La he perdido, devuélvemela.
TODOS, en un tono diferente. –Quién, quién, quién, quién.
EL JOVEN. –Mi mujer.
EL BEDEL, con tono lacrimógeno. –¡Su mujer, psuif, farsante!
EL JOVEN. –¡Farsante! ¡Podría ser la tuya!
EL BEDEL, golpeándose la frente. –Quizás sea cierto.
Se va corriendo.El sacerdote se aleja del grupo a su vez y pone su brazo alrededor del cuello del joven.
EL SACERDOTE, como en confesión. –¿A qué parte de su cuerpo hacía usted más frecuentemente alusión?
EL JOVEN. –A Dios.
El sacerdote desconcertado por la respuesta toma inmediatamente acento suizo.
EL SACERDOTE, con acento suizo. –Pero no se hace más eso. Así no lo entendemos. Hay
que preguntar esto a los volcanes, a los terremotos. Nosotros vivimos delas pequeñas suciedades de los hombres en la confesión. Y eso es todo, es la vida.
EL JOVEN, atónito. –¡Ah, así es la vida! Entonces, todo se va al carajo.
EL SACERDOTE, siempre con el acento suizo. –¡Pero claro!
En ese momento, repentinamente, la noche cae sobre el escenario. La tierra tiembla.
El trueno hace estragos, con relámpagos que zigzaguean en todo sentido, y en el zigzagueo de los relámpagos se ve a todos los personajes echándose a correr, y enredándose los unos con los otros, caen, se levantan y corren como locos. En un momento dado una mano enorme toma la cabellera de la prostituta que se inflama y crece visiblemente.

UNA VOZ GIGANTESCA. –¡Perra, mira tu cuerpo!
El cuerpo de la prostituta aparece absolutamente desnudo y horrendo, bajo el corpiño y la enagua que se vuelven como de vidrio.
LA PROSTITUTA. –Déjame, Dios.
Ella muerde a Dios en el puño. Un inmenso chorro de sangre desgarra la escena y se ve en medio de un relámpago más grande que los otros al sacerdote que se persigna. Cuando vuelve la luz todos los personajes han muerto y sus cadáveres yacen por todas partes en el suelo. Sólo quedan el Joven y la Prostituta que se devoran con los ojos. La Prostituta cae en brazos del Joven.
LA PROSTITUTA, suspirando y como en el extremo de un orgasmo. –Cuéntame cómo ha
ocurrido esto.
El Joven esconde la cabeza entre las manos. La Nodriza vuelve llevando a la Joven bajo
el brazo como un paquete. La Joven está muerta. La deja caer al suelo y ésta se aplasta y achata como una torta. La Nodriza no tiene más senos. Su pecho es completamente chato. En ese momento regresa el Caballero que se echa sobre la Nodriza y la sacude con vehemencia.

EL CABALLERO, con voz terrible. –¿Dónde lo has puesto? Dame mi gruyère.
LA NODRIZA, atrevidamente. –Aquí está. Se levanta las polleras.
El Joven desea irse corriendo pero se queda como un títere petrificado.
EL JOVEN, como suspendido en el aire y con voz de ventrílocuo. –No le hagas mal a
mamá.
EL CABALLERO. –Maldita.
Se cubre el rostro con horror. Una multitud de escorpiones sale en ese momento de las polleras de la Nodriza y comienzan a pulular en su sexo que se hincha y se resquebraja, haciéndose vidrioso, y reverbera como un sol.
El Joven y la Prostituta huyen como trepanados.

LA JOVEN, se levanta deslumbrada. –¡La virgen! ah, eso era lo que él buscaba.

Telón

FIN

Antonin Artaud